17 julio 2012

Zahara

Dan las nueve y algunos quieren irse. Apenas falta una hora para que el sol se ahogue en el mar y otros decidimos quedarnos a verlo morir. La temperatura es agradable. Corrientes de aire caliente se intercalan con otras más frescas. En la playa apenas quedan cuatro o cinco grupitos de personas. Si nos callamos, nada nos impide escuchar el sonido del mar, limpio, libre de taras. 
Jugamos unas palas en la orilla. A veces, el aire se lleva la pelota lejos. Mientras vas a recogerla miro al mar. Algunos rayos rosados se cuelan en las olas antes de romper y me quedo hipnotizada. En esa mezcla de colores, una hoja es arrastrada en un giro de trescientos sesenta grados. Una hoja, una piedra, un alga, cualquier cosa. Parece que invadieran la transparencia del rulo de la ola para revelarnos algo. Y aunque no se descifrarlo, parece que nada fuera casual. Pero eso dura solo un segundo y después, espuma. Metros y metros de espuma que vuelven a ser agua un momento antes de acariciarnos las plantas de los pies. 
- ¿La última y nos bañamos? - me preguntas.
- Venga. Tenemos que acabar con una jugada espectacular - respondo. 
Lo intentamos tres veces pero sólo nos salen cosas normales. Ninguna carambola. Ningún toque de emoción. Ningún revés imposible ni nada, así que desistimos de buscar un final apoteósico. Hincamos las palas en la arena y me quito el pañuelo del cuello y lo dejo en el bolso. 
- No debería bañarme. Me duele la garganta. Pero oye, es el último día. - pienso en alto. 
Tú sonríes y me dices: 
- ¿Una carrera? 
Y respondo echando a correr hacia el mar. Uno, dos, tres, cuatro y treinta zanzadas antes de sumergirnos en ese agua helada. Desde dentro del mar se puede ver cómo los reflejos de luz rosada se elevan sobre la superficie del agua sin rozarla. Desde el agua se aprecían a la perfección esas dos capas. La real y la mágica.  
No hay dinero que pague esta sensación, recuerdo esas palabras pronunciadas por otra persona en otro lugar en otro momento. Y me transporto a él. Me sumerjo bien profunda en el agua, hasta tocar el fondo del mar con las manos. Y en mi ascenso a la superficie la melena se peina hacia atrás. Me quito el agua salada de los ojos y me acaricio el pelo, suave. 
(si la peluquería fuera algo parecido a eso, iría mucho más a menudo) 
Miramos al sol. Te parece que está enorme hoy. Te preguntas si caerá al mar. Observas una silueta de una persona mirando el atardecer a lo lejos. Es verdad. Te enseño que ahí, a lo lejos, hay una roca plana y que antes he visto a dos personas que parecían caminar sobre el agua. Y un perro. ¿Un perro? Si. Un segundo más tarde, te entretienes cogiendo olas con el cuerpo. Y quieres enseñarme. Y me explicas cuatro trucos. Y te veo coger un par de olas mientras yo me dejo flotar, miro la luz en el agua, el sol, las sombras, la arboleda salpicada de casas blancas, las gaviotas, que ya empiezan a llegar.  

- ¿Quieres seguir cogiendo olas? - te pregunto.
- No, quiero que las cojas tú - me respondes. 
Esa repuesta me sorprende. Te cuento un par de batallas que ilustran que a mi las olas no se me dan bien. Te confieso que sólo quería alquilar una tabla de body para pegarme unos tripazos. Y sonríes. Salimos del agua, sacudimos las toallas de arena y nos las echamos encima. Subimos un poquito arriba de la arena, para poder ver cómo el sol se sumerge en el agua. Cosa que sucede un rato más tarde no sin antes llenar el cielo de una estela rosada, azulada, verdosa, amarillenta, preciosa.  
- Un amanecer y un atardecer. No es mala despedida... - digo.
- Ya ves. Hoy ha sido una tarde perfecta. No se qué prisa tenían estos. 
No entiendes que se hayan perdido este espectáculo. Y yo tampoco. Pero eres tú quien dice esas cosas que ya nadie dice. Y en el horizonte apenas queda una franja de luz naranja sobre azul, que se hace estrecha, más estrecha, apenas un punto, un puntito y FIN.

No hay comentarios: