26 junio 2012

Matanza

Cuando esta mañana una cucaracha me ha dado los buenos días desde la bandeja del microondas he dicho basta. 

- Amiguita, este es el principio del fin. - le he dicho mientras tiraba su cuerpo licuado a la papelera. - Mi  tiempo libre caerá sobre vosotras.

Así, para empezar, he matado a cuantos cuerpos negri-rojos, negri-marrones he visto por los azulejos, por la encimera y por el suelo, que no eran pocos.

Después, dejándome llevar por la furia y sin ponerme guantes, he cogido el veneno, me he estirado todo lo que mis brazos daban de sí y he dejado caer los polvitos mágicos por detrás del calentador, el presunto nuevo nido. 

Cuando he terminado el bote, todavía en bragas, me he quedado mirando al calentador de frente. Los labios apretados. En las manos, dos trozos de papel higiénico. Y los pies, descalzos.

Apenas han pasado dos minutos, los cuerpos, ahora por partes blanquecinos, salían de su guarida en todas direcciones. Cuerpos diminutos, casi células con patas, camuflándose con el fondo de la pared. Cuerpos medianos y redondos, casi bonitos. Otros pocos ejemplares, difíciles de ver, cucarachas alargadas con doble cola, en fase de mutación a lagartija. Unas veces avanzando rápido, despavoridas. Otras, como aletargadas, arrastrándose por las juntas de los azulejos, buscando desesperadas resquicios de vida en el esquinazo del techo y en el borde de la encimera, sin encontrarlos. Arañaban cada mancha de la pared con las patas, como queriendo cavar una salida, pero no tenían nada que hacer. Hoy yo era la muerte, la despiadada que no mira para otro lado, la que no da lugar a contemplaciones, ni expulsiones por la ventana. Y hoy era su día.

Cuando he acabado con ese frente, poco a poco irían saliendo más, he visto como algunas más se escondían en el especiero. Antenas asomando por entre la cúrcuma y la albahaca. Patas caminando desde la nuez moscada hasta la ñora. Asco en el jengibre. Las especias de marruecos, no. 

Según iba sacando los botecitos de ahí, aplastando a cuantas pillaba y tirándolas a la basura, otras se escondían en los agujeros de los ejes de las baldas de al lado. Así que me he visto obligada a vaciar esa balda, también. Y moviendo cosas, cortando papel, aplastando, tirando, moviendo, limpiando, cortando, aplastando, tirando, moviendo y limpiando he pasado un rato, cuando, de pronto, una de esas pseudo-lagartijas decidía iniciar su exilio por el techo. Sorprendida por la maniobra y temiendo un ataque de pánico al imaginarme ese cuerpo seco, dando un paso en falso boca abajo, cayendo y enredándose en el pelo, he hecho un aspaviento, dando con el codo el frasco de aceite virgen extra de la cesta de navidad, suficientemente fuerte como para que el suelo se llenara de trozos de cristal, por entre los cuales se extendía poco a poco el oro amarillo.  

- Joder, ¡tenía que ser justo el aceite! - he gritado de la manera que grito cuando nadie me ve, alargando hasta el infinito la última vocal, como una auténtica demente.

Acto seguido, he disparado dos escobazos certeros al techo, matando al bicho, he limpiado el desastre, sin renunciar a cagarme en todo lo que se me iba pasando por la cabeza según iba recogiendo los pedazos y después, me he visto obligada a pasar al quitagrasas, un químico que, si bien no es especifico para esta tarea, me servía para ensañarme un poco más y llegar a lugares inaccesibles de otro modo.

Y así, entre abrasiones químicas, aplastamientos y disparos de escoba he concluido la parte sangrienta de la misión, matando entre doscientas y trescientas cucarachas esta mañana. La segunda fase, mucho más amable, ha consistido en poner trampas en lugares estratégicos, para terminar con ellas de una vez por todas. 

Si alguna vez creí en la reencarnación, lo hice con la determinación de que mi cocina no fuera testigo de ello.

No hay comentarios: