14 febrero 2012

Una vida con el Moro

El primer corimbo florece  
Planeo por entre los balcones. Macetas rebosantes de primaveras me saludan. Cuando las vecinas no me ven, las engullo de una pieza, apoyada en cualquier barandilla, mientras el sol me calienta las plumas y me obliga a cerrar los ojos y a esconder la cabeza sobre un cuello aplastado de placer. 
Me sacudo la modorra y salgo volando de cable en rama, parándome aquí y allá, mirando la vida, despreocupada, feliz. Comida y agua son fáciles de conseguir y, a falta de nuevos machos, siempre tendré al Moro. Que no es poco. 
Ya oigo sus trinos. Ya le veo, como siempre en estas fechas, posado en la ventana. Sostiene el peso de su cuerpo sobre su pata sana. La otra, a la que le faltan dos deditos de cuatro, se apoya con fragilidad en el alféizar, mantiene el equilibrio. 
Sacude sus plumas rojizas, levanta la cabeza orgulloso y canta, camuflando algunos de los trinos de cortejo con otros ordinarios. ¡Ay pero cómo canta El Moro! Que no es moro, pero canta como si lo fuera. 
Así, desde esa u otra ventana, lo hace desde el primer día que le vi y así lo sigue haciendo hoy, moviendo la cabeza de un lado al otro, tranquilo, como si los gorjeos se le escaparan de la garganta. 
Yo me embeleso de escucharle pero no le miro, eso no. Para que piense que estoy dudando, que quizás este año elija a otro. No quiero que se confíe. Quiero que me siga cortejando, que siga cantándome cada día. A mí, su gorriona. Y así lo hace. 
 
Una abeja se lleva el polen  
A lo lejos veo mi nido desbaratado, sin forma. Me acerco. Las ramas y las hojas están desparramadas por alrededor. En la ventana de en frente, El Moro pelea con un macho gordo de enormes manchas ultravioletas. Aprovecha la inestabilidad que su pata herida le ocasiona para despistarle y picotearle sin descanso. 
Que mi pobre será pequeño y estará lisiado, pero qué ágil es. Primero le da en la cabeza, después en el cuello, dejándole aturdido, y luego en el vientre. El pajarraco gana espacio, da saltitos hacia atrás, El Moro le sigue, el pajarraco levanta las alas y El Moro le asesta un último picotazo debajo, en el flanco, haciéndole graznar antes de huir. 
El Moro me mira. Vuelo hasta él. Le acaricio las plumas con el pico, las unto con un poco de grasa. El Moro sangra de un ala. A duras penas consigo que vuele hasta mi nido deshecho. Se deja caer como puede. La respiración, entrecortada, le infla y desinfla el cuello. Sus plumas lacias se ven ahora negras, ahora tostadas. Tengo que salvarle de esta.


Un carbonero pica una cereza  
Debajo de mi cuerpo, mis pequeñas se terminan de formar. Diez días incubando me han hecho perder peso. Una semana después del incidente, El Moro volvía a cantarme, la herida del ala tenía cada vez mejor aspecto, todo volvía a la normalidad. 
Incluso copulamos una vez. Pero después de eso, ya no comió, ni cantó durante dos días. Y una buena mañana, como si ya hubiera hecho todo lo que tenía que hacer, ya no despertó. Quedándome sola, tuve que utilizar algunas de sus plumas, las más bonitas, para que él también cuidara de nuestros polluelos manteniendo el calor del nido en mis ausencias. 
Hoy, ya uno de nuestros gurriatos descascarilla el huevo con movimientos torpes. Los ojos cerrados y negros abren paso a un pellejo transparente y azulado. Todo ha ido bien. Pía a sus hermanos, que atienden a su llamada rompiendo también el cascarón. Se acabó el silencio. Les doy besitos a todos, los míos y los de su papá. Y después, suspiro. Salgo en busca de algo de comida que darles. Planeo por entre los balcones.

Feliz día de los enamorados de la vida.

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