22 enero 2012

Esos dos brillantitos rojos

Dos semanas hacía ya que no dormía bien. Un dolor agudo se instalaba en las cuencas de los ojos al despegar los párpados cada mañana. Y remontar el sueño después del sopor de la comida me costaba un esfuerzo sobrehumano. Pero los compromisos de las tardes me obligaban a accionar los músculos, el cerebro, las articulaciones y la sonrisa. Y así, llegaba a las noches, con los huesos despedazados y un humor amarillo verdoso que sólo una ducha caliente reparaba. 
Una noche, cerrado ya el grifo, un brillo en el sumidero de la bañera llamó mi atención difusa. Era uno de mis pendientes. Lo comprobé. Sí, lo era. Encorvé la espalda, tres vértebras crujieron, y alargué el brazo, forzando el codo a desdoblarse, atinando para coger con mis dedos muertos esas dos piezas enanas: el pendiente y su tuerca. Aguzando la vista, enfocando la mirada en el espejo, di con el agujero y pude ensartar de nuevo la pieza alargada en él, asegurándola con la tuerca, del otro lado de la oreja, no sin cierta dificultad. 
Me sequé el pelo y me tiré en la cama, mi cuerpo: un peso lleno de gravedad, falto ya de energía, tuvo que recorrer toda la superficie de la cama, retorciéndose en mil trescientas cuarenta y dos posturas, antes de conciliar un sueño frágil. Al despertar, frotándome la cara con fuerza, en un primer intento de espabilar, una de las yemas de los dedos rozó el lóbulo descubriendo su desnudez. Los pendientes habían desaparecido. Con mis sentidos dormidos no logré dar con ellos. Ni tampoco después, cuando se despertaron. Un misterio que me hizo pasar el día como aletargada. O quizás sólo era efecto de la falta de sueño.

No hay comentarios: